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Lucas, sus discusiones partidarias

Casi siempre empieza igual, notable acuerdo político en montones de cosas y gran confianza recíproca, pero en algún momento los militantes no literarios se dirigirán amablemente a los militantes literarios y les plantearán por archienésima vez la cuestión del mensaje, del contenido inteligible para el mayor número de lectores (o auditores o espectadores, pero sobre todo de lectores, oh sí). 

En esos casos Lucas tiende a callarse, puesto que sus libritos hablan vistosamente por él, pero como a veces lo agreden más o menos fraternalmente, y ya se sabe que no hay peor trompada que la de tu hermano, Lucas pone cara de purgante y se esfuerza por decir cosas como las que siguen, a saber:

—Compañeros, la cuestión jamás será planteada por escritores que entiendan y vivan su tarea como las máscaras de proaadelantadas en la carrera de la nave, recibiendo todo el viento y la sal de las espumas. Punto. 

Y no será planteada porque ser escritor poeta
novelista
narrador
es decir ficcionante, imaginante, delirante,
mitopoyético, oráculo o llámale equis,
quiere decir en primerísimo lugar
que el lenguaje es un medio, como siempre,
pero este medio es más que medio,
es como mínimo tres cuartos.
Abreviando dos tomos y un apéndice,
lo que ustedes le piden
al escritor poeta
narrador
novelista
es que renuncie a adelantarse
y se instale hic et nunc (¡traduzca, López!)
para que su mensaje no rebase
las esferas semánticas, sintácticas,
cognoscitivas, paramétricas
del hombre circundante. Ejem.
Dicho en otras palabras, que se abstenga
de explorar más allá de lo explorado,
o que explore explicando lo explorado
para que toda exploración se integre
a las exploraciones terminadas.  
Diréles en confianza
que ojalá se pudiera
frenarse en la carrera
a la vez que se avanza. (Esto me salió flor.)
Pero hay leyes científicas que niegan
la posibilidad de tan contradictorio esfuerzo,
y hay otra cosa, simple y grave:
no se conocen límites a la imaginación
como no sean los del verbo,
lenguaje e invención son enemigos fraternales
y de esa lucha nace la literatura,
el dialéctico encuentro de musa con escriba,
lo indecible buscando su palabra,
la palabra negándose a decirlo
hasta que le torcemos el pescuezo
y el escriba y la musa se concilian
en ese raro instante que más tarde
llamaremos Vallejo o Maiakovski.
Sigue un silencio más bien cavernoso.

—Ponele —dice alguien—, pero frente a la coyuntura histórica el escritor y el
artista que no sean pura Torredemarfil tienen el deber, oíme bien, el deber de proyectar su
mensaje en un nivel de máxima recepción. -Aplausos.
—Siempre he pensado —observa modestamente Lucas— que los escritores a que
aludía son gran mayoría, razón por la cual me sorprende esa obstinación en transformar una
gran mayoría en unanimidad. Carajo, ¿a qué le tienen tanto miedo ustedes? ¿Y a quién si no
a los resentidos y a los desconfiados les pueden molestar las experiencias digamos extremas
y por lo tanto difíciles (difíciles en primer término para el escritor, y sólo después para el
público, conviene subrayarlo) cuando es obvio que sólo unos pocos las llevan adelante?
¿No será, che, que para ciertos niveles todo lo que no es inmediatamente claro es
culpablemente oscuro? ¿No habrá una secreta y a veces siniestra necesidad de uniformar la
escala de valores para poder sacar la cabeza por encima de la ola? Dios querido, cuánta
pregunta.
—Hay una sola respuesta —dice un contertulio— y es ésta: Lo claro suele ser difícil
de lograr, por lo cual lo difícil tiende a ser una estratagema para disimular lo difícil que es
ser fácil. (Ovación retardada.)
—Y seguiremos años y más años —gime Lucas—
y volveremos siempre al mismo punto, ya que éste es un asunto lleno de
desengaños. (Débil aprobación.) Porque nadie podrá, salvo el poeta y a veces, entrar en la
palestra de la página en blanco donde todo se juega en el misterio de leyes ignoradas, si son
leyes, de cópulas extrañas entre ritmo y sentido, de últimas Thules en mitad de la estrofa o
del relato. Nunca podremos defendernos porque nada sabemos de este vago saber,
de esta fatalidad que nos conduce a nadar por debajo de las cosas, a trepar a un adverbio
que nos abre un compás, cien nuevas islas, bucaneros de Remington o pluma
al asalto de verbos o de oraciones simples o recibiendo en plena cara el viento de un sustantivo que contiene un águila. 

—O sea que, para simplificar ––concluye Lucas tan harto como sus compañeros—
yo propongo digamos un pacto.
—Nada de transacciones —brama el de siempre en estos casos.
—Un pacto, simplemente. Para ustedes, el primum vivere, deinde filosofare se
vuelca a fondo en el vivere histórico, lo cual está muy bien y a lo mejor es la única manera
de preparar el terreno para el filosofar y el ficcionar y el poetizar del futuro. Pero yo aspiro
a suprimir la divergencia que nos aflige, y por eso el pacto consiste en que ustedes y
nosotros abandonemos al mismo tiempo nuestras más extremadas conquistas a fin de que el
contacto con el prójimo alcance su radio máximo. Si nosotros renunciamos a la creación
verbal en su nivel más vertiginoso y rarefacto, ustedes renuncian a la ciencia y a la
tecnología en sus formas igualmente vertiginosas y rarefactas, por ejemplo, las
computadoras y los aviones a reacción. Si nos vedan el avance poético, ¿por qué van a
usufructuar tan panchos el avance científico?
—Está completamente piantado —dice uno con anteojos.
—Por supuesto —concede Lucas—, pero hay que ver lo que me divierto. Vamos,
acepten. Nosotros escribimos más sencillo (es un decir, porque en realidad no podremos), y
ustedes suprimen la televisión (cosa que tampoco van a poder). Nosotros vamos a lo
directamente comunicable, y ustedes se dejan de autos y de tractores y agarran la pala para
sembrar papas. ¿Se dan cuenta de lo que sería esa doble vuelta a lo simple, a lo que todo el
mundo entiende, a la comunión sin intermediarios con la naturaleza?
—Propongo defenestración inmediata previa unanimidad —dice un compañero que
ha optado por retorcerse de risa. —Voto en contra —dice Lucas, que ya está manoteando la
cerveza que siempre llega a tiempo en esos casos.