Cuando los niños empiezan a ingresar en la lengua española, el principio general de las desinencias en «o» y «a» les parece tan lógico que lo aplican sin vacilar y con muchísima razón a las excepciones, y así mientras la Beba es idiota, el Toto es idioto, un águila y una gaviota forman su hogar con un águilo y un gavioto, y casi no hay galeoto que no haya sido encadenado al remo por culpa de una galeota. A mí me parece esto tan justo que sigo convencido de que actividades tales como las de turista, artista, contratista, pasatista y escapista deberían formar su desinencia con arreglo al sexo de sus ejercitantes.
Dentro de una civilización resueltamente androcrática como la de Latinoamérica, corresponde hablar de artistos en general, y de artistos y de artistas en particular. En cuanto a las vidas que siguen, son modestas pero ejemplares y me encolerizaré con el que sostenga lo contrario.
A un gato le enseñaron a tocar el piano, y este animal sentado en un taburete tocaba y tocaba el repertorio existente para piano, y además cinco composiciones suyas dedicadas a diversos perros.
Por lo demás, el gato era de una estupidez perfecta, y en los intervalos de los conciertos componía nuevas piezas con una obstinación que dejaba a todos estupefactos.
Así llegó al opus ochenta y nueve, en cuyas circunstancias fue víctima de un ladrillo arrojado por alguien con saña tenaz. Duerme hoy el último sueño en el foyer del Gran Rex, Corrientes 640.
La armonía natural o no se puede andar violándola
Un niño tenía trece dedos en cada mano, y sus tías lo pusieron en seguida al arpa, cosa de aprovechar las sobras y completar el profesorado en la mitad del tiempo que los pobres pentadígitos.
Con esto el niño llegó a tocar de tal manera que no había partitura que le bastara.
Cuando empezó a producir conciertos era tan extraordinaria la cantidad de música que concentraba en el tiempo y el espacio con sus veintiséis dedos que los oyentes no podían seguirlo y acababan siempre retrasados, de modo que cuando el joven artisto liquidaba La fuente de Aretusa (transcripción) la pobre gente estaba todavía en el Tambourin Chinois(arreglo). Esto naturalmente creaba confusiones hórridas, pero todos reconocían que el niño to-caba-como-un-ángel.
Así pasó que los oyentes fieles, tales como los abonados a palcos y los críticos de los diarios, continuaron yendo a los conciertos del niño, tratando con toda buena voluntad de no quedarse atrás en el desarrollo del programa. Tanto escuchaban que a varios de ellos empezaron a crecerles orejas en la cara, y a cada nueva oreja que les crecía se acercaban un poco más a la música de los veintiséis dedos en el arpa. El inconveniente residía en que a la salida de la Wagneriana se producían desmayos por docena al ver aparecer a los oyentes con el semblante recubierto de orejas, y entonces el Intendente Municipal cortó por lo sano, y al niño lo pusieron en Impuestos Internos, sección mecanografía, donde trabajaba tan rápido que era un placer para sus jefes y la muerte para sus compañeros. En cuanto a la música, del salón en el ángulo oscuro, por su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo veíase el arpa.
Costumbres en la Sinfónica «La Mosca»
El director de la Sinfónica «La Mosca», maestro Tabaré Piscitelli, era el autor del lema de la orquesta: «Creación en libertad». A tal fin autorizaba el uso del cuello volcado, del anarquismo, de la benzedrina, y daba personalmente un alto ejemplo de independencia. ¿No se lo vio acaso, en mitad de una sinfonía de Mahler, pasar la batuta a uno de los violines (que se llevó el jabón de su vida) e irse a leer La Razón a una platea vacía?
Los violoncelistas de la Sinfónica «La Mosca» amaban en bloque a la arpista, señora viuda de Pérez Sangiácomo. Este amor se traducía en una notable tendencia a romper el orden de la orquesta y rodear con una especie de biombo de violoncelos a la azorada ejecutante, cuyas manos sobresalían como señales de socorro durante todo el programa. Por lo demás, nunca un abonado a los conciertos oyó un solo arpegio del arpa, pues los zumbidos vehementes de los violoncelos tapaban sus delicadas efusiones.
Conminada por la Comisión Directiva, la señora de Pérez Sangiácomo manifestó la preferencia de su corazón por el violoncelista Remo Persutti, quien fue autorizado a mantener su instrumento junto al arpa, mientras los otros se volvían, triste procesión de escarabajos, al lugar que la tradición asigna a sus caparazones pensativas.
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En esta orquesta uno de los fagotes no podía tocar su instrumento sin que le ocurriera el raro fenómeno de ser absorbido e instantáneamente expulsado por el otro extremo, con tal rapidez que el estupefacto músico se descubría de golpe al otro lado del fagote y tenía que dar la vuelta a gran velocidad y continuar tocando, no sin que el director lo menoscabara con horrendas referencias personales.
Una noche en que se ejecutaba la Sinfonía de la Muñeca, de Alberto Williams, el fagote atacado de absorción se halló de pronto al otro lado del instrumento, con el grave inconveniente esta vez de que dicho lugar del espacio estaba ocupado por el clarinetista Perkins Virasoro, quien de resultas de la colisión fue proyectado sobre los contrabajos y se levantó marcadamente furioso y pronunciando palabras que nadie ha oído nunca en boca de una muñeca; tal fue al menos la opinión de las señoras abonadas y del bombero de turno en la sala, padre de varias criaturas.
Habiendo faltado el violoncelista Remo Persutti, el personal de esta cuerda se trasladó en corporación al lado de la arpista, señora viuda de Pérez Sangiácomo, de donde no se movió en toda la velada. El personal del teatro puso una alfombra y macetas con heléchos para llenar el sensible vacío producido.
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El timbalero Alcides Radaelli aprovechaba los poemas sinfónicos de Richard Strauss para enviar mensajes en Morse a su novia, abonada al superpúlman, izquierda ocho.
Un telegrafista del Ejército, presente en el concierto por haberse suspendido el box en el Luna Park a causa del duelo familiar de uno de los contendientes, descifró con gran estupefacción la siguiente frase que brotaba a la mitad de Así hablaba Zaratustra: «¿Vas mejor de la urticaria, Cuca? »
Quintaesencias
El tenor Américo Scravellini, del elenco del teatro Marconi, cantaba con tanta dulzura que sus admiradores lo llamaban «el ángel».
Así nadie se sintió demasiado sorprendido cuando a mitad de un concierto, vióse bajar por el aire a cuatro hermosos serafines que, con un susurro inefable de alas de oro y de carmín, acompañaban la voz del gran cantante. Si una parte del público dio comprensibles señales de asombro, el resto, fascinado por la perfección vocal del tenor Scravellini, acató la presencia de los ángeles como un milagro casi necesario, o más bien como si no fuese un milagro. El mismo cantante, entregado a su efusión, limitábase a alzar los ojos hacia los ángeles y seguía cantando con esa media voz impalpable que le había dado celebridad en todos los teatros subvencionados.
Dulcemente los ángeles lo rodearon, y sosteniéndole con infinita ternura y gentileza, ascendieron por el escenario mientras los asistentes temblaban de emoción y maravilla, y el cantante continuaba su melodía que, en el aire, se volvía más y más etérea.
Así los ángeles lo fueron alejando del público, que por fin comprendía que el tenor Scravellini no era de este mundo. El celeste grupo llegó hasta lo más alto del teatro; la voz del cantante era cada vez más extraterrena. Cuando de su garganta nacía la nota final y perfectísima del aria, los ángeles lo soltaron.