Las formas de la felicidad son muy variadas, y no debe extrañar que los habitantes del país que gobierna el general Orangu se consideren dichosos a partir del día en que tienen la sangre llena de pescaditos de oro.
De hecho los pescaditos no son de oro sino simplemente dorados, pero basta verlos para que sus resplandecientes brincos se traduzcan de inmediato en una urgente ansiedad de posesión. Bien lo sabía el gobierno cuando un naturalista capturó los primeros ejemplares, que se reprodujeron velozmente en un cultivo propicio. Técnicamente conocido por Z-8, el pescadito de oro es sumamente pequeño, a tal punto que si fuera posible imaginar una gallina del tamaño de una mosca, el pescadito de oro tendría el tamaño de esa gallina. Por eso resulta muy simple incorporarlos al torrente sanguíneo de los habitantes en la época en que éstos cumplen los dieciocho años; la ley fija esa edad y el procedimiento técnico correspondiente.
Es así que cada joven del país espera ansioso el día en que le será dado ingresar en uno de los centros de implantación, y su familia lo rodea con la alegría que acompaña siempre a las grandes ceremonias. Una vena del brazo es conectada a un tubo que baja de un frasco transparente lleno de suero fisiológico, en el cual llegado el momento se introducen veinte pescaditos de oro. La familia y el beneficiado pueden admirar largamente los cabrilleos y las evoluciones de los pescaditos de oro en el frasco de cristal, hasta que uno tras otro son absorbidos por el tubo, descienden inmóviles y acaso un poco azorados como otras tantas gotas de luz, y desaparecen en la vena. Media hora más tarde el ciudadano posee su número completo de pescaditos de oro y se retira para festejar largamente su acceso a la felicidad.
Bien mirado, los habitantes son dichosos por imaginación más que por contacto directo con la realidad. Aunque ya no pueden verlos, cada uno sabe que los pescaditos de oro recorren el gran árbol de sus arterias y sus venas, y antes de dormirse les parece asistir en la concavidad de sus párpados al ir y venir de las centellas relucientes, más doradas que nunca contra el fondo rojo de los ríos y los arroyos por donde se deslizan. Lo que más los fascina es la noción de que los veinte pescaditos de oro no tardan en multiplicarse, y así los imaginan innumerables y radiantes en todas partes, resbalando bajo la frente, llegando a las extremidades de los dedos, concentrándose en las grandes arterias femorales, en la yugular, o escurriéndose agilísimos en las zonas más estrechas y secretas. El paso periódico por el corazón constituye la imagen más deliciosa de esta visión interior, pues ahí los pescaditos de oro han de encontrar toboganes, lagos y cascadas para sus juegos y concilios, y es seguramente en ese gran puerto rumoroso donde se reconocen, se eligen y se aparean.
Cuando los muchachos y las muchachas se enamoran, lo hacen convencidos de que también en sus corazones algún pescadito de oro ha encontrado su pareja. Incluso ciertos cosquilleos incitantes son inmediatamente atribuidos al acoplamiento de los pescaditos de oro en las zonas interesadas. Los ritmos esenciales de la vida se corresponden así por fuera y por dentro; sería difícil imaginar una felicidad más armoniosa.
El único obstáculo a este cuadro lo constituye periódicamente la muerte de alguno de los pescaditos de oro. Longevos, llega sin embargo el día en que uno de ellos perece, y su cuerpo, arrastrado por el flujo sanguíneo, termina por obstruir el pasaje de una arteria a una vena o de una vena a un vaso. Los habitantes conocen los síntomas, por lo demás muy simples: la respiración se vuelve dificultosa y a veces se sienten vértigos. En ese caso se procede a utilizar una de las ampollas inyectables que cada cual almacena en su casa. A los POCOS minutos el producto desintegra el cuerpo del pescadito muerto y la circulación vuelve a ser normal. Según las previsiones del gobierno, cada habitante está llamado a utilizar dos o tres ampollas por mes, puesto que los pescaditos de oro se han reproducido enormemente y su índice de mortalidad tiende a subir con el tiempo.
El gobierno del general Orangu ha fijado el precio de cada ampolla en un equivalente de veinte dólares, lo que supone un ingreso anual de varios millones; si para los observadores extranjeros esto equivale a un pesado impuesto, los habitantes jamás lo han entendido así, pues cada ampolla los devuelve a la felicidad y es justo que paguen por ella.
Cuando se trata de familias sin recursos, cosa muy habitual, el gobierno les facilita las ampollas a crédito, cobrándoles como es lógico el doble de su precio al contado. Si aún así hay quienes carecen de ampollas, queda el recurso de acudir a un próspero mercado negro que el gobierno, comprensivo y bondadoso, deja florecer para mayor dicha de su pueblo y de algunos coroneles. ¿Qué importa la miseria, después de todo, cuando se sabe que cada uno tiene sus pescaditos de oro, y que pronto llegará el día en que una nueva generación los recibirá a su vez y habrá fiestas y habrá cantos y habrá bailes?